Alfabetización

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La ducha quedaba a metro ochenta del piso de la bañera, pero él – “tío Angelito” – medía eso y un poco más, razón por la cual tuvo que encoger las piernas para poderse dejar caer abruptamente. Debió haber sentido un fuerte golpe en la nuca, orinó, defecó incontroladamente y luego de terminar de patear, encontró la muerte.

No habían pasado quince minutos cuando su familia lo descubrió ahorcado en el baño principal de su vivienda en nuestra ciudad natal de Cienfuegos, Cuba. Se había amarrado el cuello con una corbata y el otro extremo lo enredó como pudo, apresuradamente, a la ducha. Cuando lo descolgaron todavía estaba caliente.

Como todos los días de lunes a viernes, cumplía hoy con mi riguroso ritual matutino frente a mi pequeño televisor donde suelo devorar el programa -- “globovisiano” -- “Primera Página”. “Mingo” (su excelente conductor) estaba entrevistando a la Procuradora General de la República y le preguntaba si consideraba buena idea que los cubanos castro-comunistas vinieran a Venezuela a cumplir con una labor alfabetizadora. Ella le contestó con mucho desgano que sí. ¿Qué pregunta? ¿Qué sabrá ella de la vida...?

Afortunadamente, mientras vivíamos en Cuba ni mi hermano ni yo teníamos los 15 años reglamentarios para formar parte de las “brigadas alfabetizadoras”, lo que no nos sirvió para no aprendernos de memoria – y para siempre – el himno de lo que hubiera sido nuestra brigada, la “Conrado Benítez”. Lo aprendimos en la escuela... era obligatorio aprenderlo. Jamás lo olvidaremos, mi hermano y yo. Decía así:

Somos la Brigada Conrado Benítez, somos la vanguardia de la Revolución, con el libro en alto cumplimos una meta: llevar a toda Cuba la alfabetización. Cuba, Cuba... estudio, trabajo, fusil; lápiz, cartilla, manual, a alfabetizar... a alfabetizar: ¡Venceremos!



Tenía yo 11 años cuando me taladraron en el alma ese himno alfabetizador; mi hermano un poco más: trece.

Nuestra prima, Marianita, tenía los quince cuando fue reclutada por la “Brigada Conrado Benítez”. Era linda nuestra prima. Tenía un pelo ensortijado color oro, sus caderas ya acusaban su pase a mujer y su piel blanca -- cargada de un aroma penetrante a perfume de doncella --, hacía juego con sus verdes ojos color esmeralda. Estaba entrando en esa edad donde las niñas juegan a ser hembras seductoras sin que nadie lo perciba, al menos no los niños que la veíamos como una diosa tan lejana e inalcanzable como los sueños de libertad que inundaba la Cuba que estrenaba una revolución que prometía ser tan verde como nuestras palmas y terminó teñida del oscuro rojo comunista que se confundía con la coagulada sangre derramada por cientos de cubanos que habían dejado ya la vida frente al paredón.

Marianita había estudiado desde kindergarten en las Dominicas Francesas, estaba – para entonces – “comulgada y confirmada”, como solía decir nuestra abuela, que en paz descanse. El prestigioso colegio de monjas ya no existía.

Aquella tarde la vimos partir alegre como una pascua, llena de la emoción que produce el comienzo de una aventura. Sería la primera vez que se alejaba de su casa. Si bien era obligatorio cumplir con el “sagrado y revolucionario” deber de alfabetizar a los campesinos del Escambray, su espíritu independiente encontró en la misión una excusa para jugar a ser grande.

Tras quince días a la deriva en los montes, cumplido el tiempo reglamentario, regresó a su casa de Punta Gorda montada en un camión de volteo. Su padre la pudo haber ido a buscar a las montañas cienfuegueras en su Cadillac “cola-de-pato”, pero la hubiera “rayado” con sus compañeros revolucionarios.

Pasó un mes y Marianita extrañó su período menstrual. Cuando era evidente que estaba en estado de gravidez habló con sus padres, pero fue incapaz de asegurar quien era el padre de la criatura que había engendrado. Al oír aquello, “tío Angelito” se excusó por un momento y se dirigió al baño principal de su vivienda. No pudo soportar el bochorno y la desgracia.

Así son las revoluciones... digo yo. Marianita se perdió en la maraña de la nueva Cuba y jamás supimos de ella. Según fuentes no fidedignas terminó juntándose a un ruso y vive hoy en algún lugar cercano a Odessa, pero tal versión no pudo ser confirmada por un primo que salió del “mar de la felicidad” hace un par de años. Su madre terminó desquiciada en Mazorra, el sanatorio mental habanero, siempre pendiente de prepararle el almuerzo a nuestro “tío”. Marianita era hija única.

Nuestra prima no fue un caso aislado. Las brigadas alfabetizadoras – pensamos muchos – cumplieron con el fin adicional de destruir quién-sabe-cuántas-familias como la de nuestros parientes. En cada “operación”, en cada “misión” que el comunismo ha programado en Cuba o fuera de ella, se esconde una y mil desgracias, unas más tristes que otras. Tal vez la Lic. Colomina llegue a entender nuestro drama como nación y se apiade del alma de cubanos como la del “tío Angelito”... tal vez.

Caracas, 21 de mayo de 2003